2001 🇨🇿 Praga

2001 🇨🇿 Praga

Tres días en Praga que todavía me saben a cerveza y a cuento

Hay ciudades que te abrazan nada más bajar del avión. Praga fue una de ellas. Llegamos un martes de julio del 2001 después de Málaga-Madrid-Praga, con la maleta llena de ilusión y una reserva con el touroperador Condor que… bueno, digamos que fue el peor de toda mi vida viajera. Pero eso es otra historia que irás descubriendo.

Aterrizamos a media tarde, transfer al hotel y, como siempre, no pudimos esperar ni cinco minutos. Metro línea C, bajada en Muzeum y de repente estás en la larguísima Plaza de Wenceslao, con la estatua ecuestre del buen san Wenceslao mirando hacia el Museo Nacional como diciendo «bienvenidos, ya era hora». Quince minutos caminando cuesta abajo y apareces en la Plaza de la Ciudad Vieja justo cuando el Reloj Astronómico de 1410 da las campanadas y los doce apóstoles desfilan por las ventanitas. Primera cerveza checa en una terraza, primera piel de gallina.

Al día siguiente empezó el drama de la guía (desaparecía más que Houdini), pero también empezó la lluvia. Una lluvia fría y persistente de esas que en julio parecen broma de mal gusto. Aun así nos lanzamos a la visita oficial: el Barrio Judío, la Sinagoga Vieja-Nueva (Staronová) del año 1270 —la sinagoga gótica más antigua de Europa que sigue activa—, el cementerio judío donde las lápidas se amontonan unas encima de otras porque durante siglos no les dejaban enterrar fuera de esas pocas manzanas. Después la plaza con la estatua de Jan Hus, el cura reformista que terminó en la hoguera en 1415 por desafiar al Papa, y el Ayuntamiento Viejo con su reloj que no solo da la hora sino que te cuenta el movimiento del sol y la luna como si fuera un planetario medieval.

Subimos al Castillo de Praga —el castillo antiguo más grande del mundo, empezado en el siglo IX— y entramos a la Catedral de San Vito, oscura, majestuosa, con las vidrieras de Mucha brillando como joyas. Allí guardan las Joyas de la Corona Bohemia en una cámara con siete cerraduras que solo abren entre siete personas distintas cuando hay ocasión de Estado. Bajamos por el barrio de Malá Strana, palacetes barrocos, embajadas, y cruzamos el Puente de Carlos empapados, tocando la cruz de san Juan Nepomuceno para que nos diera suerte (dicen que si la tocas con la mano izquierda vuelves a Praga… y aquí estoy escribiendo sobre ella, así que algo funcionó).

Estábamos calados hasta los huesos. Hotel, chocolate caliente y a dormir.

El tercer día fue la redención. Amaneció un sol radiante y dijimos: «Karlovy Vary que la hagan otros». Praga se merecía un día entero a nuestro ritmo. Nos fuimos al Convento de Loreto y su Santa Casa —dicen que es una réplica exacta de la casa de la Virgen en Nazaret que los ángeles trajeron volando hasta Italia y luego hasta aquí—. El tesoro es alucinante: una custodia solar de plata sobredorada con más de 6.000 diamantes que parece un sol pequeño atrapado en oro.

Después la Callejuela del Oro, esa calle minúscula dentro del castillo donde los alquimistas intentaban fabricar oro para Rodolfo II y donde Kafka vivió en la casita número 22 con su hermana (tan pequeña que tenía que escribir de pie). Subimos al Monasterio de Strahov y su biblioteca que parece Hogwarts: dos salas barrocas con 18.000 volúmenes, globos terráqueos del siglo XVII y un techo pintado que te deja con la boca abierta.

Y cerveza. Mucha cerveza. Budvar (la original, la que los americanos copiaron y perdieron el juicio), Pilsner Urquell recién tirada, Kozel oscura… porque en la República Checa hay más de sesenta fábricas y son los que más cerveza consumen por habitante del planeta. No es postureo, es religión líquida.

Por la noche terminamos tomando café dentro de un tranvía antiguo convertido en cafetería en la Plaza de Wenceslao. Praga con sol no es una ciudad, es un estado de enamoramiento.

Tres días, dos climas opuestos, una guía ausente y una certeza: volvería mil veces.

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