París y Versalles – Tres Días Inolvidables en la Ciudad de la Luz
Día 1 – Llegada y el primer flechazo nocturno
El avión aterrizó en Orly con retraso, pero París no se enfada por esas cosas. Salimos del hotel cuando el cielo ya estaba violeta y la ciudad encendió sus luces como quien se pone joyas para una cita.
El autobús nocturno es una experiencia que hoy casi ha desaparecido, pero en 1999 era pura magia. La Torre Eiffel centelleó justo cuando pasábamos por Trocadéro: veinte mil bombillas parpadeando al unísono durante cinco minutos exactos. El Puente Alejandro III, con sus querubines dorados y sus farolas art-nouveau, parecía flotar sobre el Sena. La pirámide del Louvre reflejaba las luces del patio como un diamante negro recién cortado. Fue imposible no sonreír como niños.

Día 2 – La gran presentación matutina
Notre-Dame y la Île de la Cité
Amaneció frío pero soleado. La catedral apareció de golpe al doblar una esquina, imponente, con sus dos torres gemelas vigilando el río como centinelas de piedra.
La fachada oeste es un libro abierto: los tres portales narran la historia completa de la humanidad según la Edad Media (el Juicio Final en el centro, con Cristo mostrando las llagas y los demonios arrastrando a los condenados). Las gárgolas no son solo monstruos decorativos; cada una lanza el agua de lluvia a varios metros de la pared para evitar que la piedra caliza se disuelva. La más famosa, la Stryge, la que se rasca la barbilla mirando la ciudad, es una creación del siglo XIX, pero se ha convertido en el símbolo de la melancolía parisina.
En el interior, la luz de los rosetones convierte el aire en polvo de colores. El rosetón norte aún conserva la mayor parte de su vidrio del siglo XIII; es tan perfecto que durante la Revolución lo desmontaron pieza por pieza y lo escondieron en un sótano para salvarlo.

Barrio Latino y Panteón
Las calles estrechas huelen a crepes y a libros viejos. La librería Shakespeare and Company original (la de la orilla del Sena) era un caos maravilloso de estanterías hasta el techo y gatos durmiendo sobre Hemingway.
El Panteón impone respeto: su cúpula de 83 metros parece flotar. Debajo, en la cripta, descansan Voltaire y Rousseau uno enfrente del otro, como si siguieran discutiendo dos siglos después. Marie Curie es la única mujer enterrada aquí por méritos propios (no por ser esposa o hija de nadie).
Jardines de Luxemburgo
Un oasis verde en pleno bullicio. El palacio lo mandó construir María de Médici porque echaba de menos los palacios florentinos. El estanque central está lleno de niños empujando barquitos de alquiler con palos largos; tradición que lleva funcionando desde los años 20. Entre los árboles hay estatuas de reinas francesas y, escondida entre arbustos, una réplica reducida de la Estatua de la Libertad (el original lo hizo Bartholdi, el mismo escultor).

Torre Eiffel y los grandes ejes
De lejos parece frágil, de cerca es una montaña de hierro. 18.038 piezas metálicas y 2,5 millones de remaches. Cuando la construyeron para la Exposición Universal de 1889, estaba previsto desmontarla a los 20 años. Se salvó porque resultó útil como antena de radio.
Los Campos Elíseos son una recta perfecta de casi dos kilómetros que termina en el Arco del Triunfo. Desde la terraza del arco se ve el eje histórico completo: Louvre – Jardín de las Tullerías – Obelisco de Luxor – Campos Elíseos – Arco – y más allá, el moderno Grande Arche de La Défense. Todo alineado con precisión milimétrica desde el siglo XVII.

Versalles – El sueño convertido en piedra
A 20 km de París, pero parece otro planeta. El palacio es tan grande que se pierde la perspectiva. La Galería de los Espejos tiene 73 metros de largo y 357 espejos (en el siglo XVII un espejo grande costaba más que un cuadro de Rubens). Los jardines son un ejercicio de dominio absoluto de la naturaleza: canales rectos, fuentes que bailan al ritmo de música barroca y paseos que parecen no tener fin.
El Gran Trianón es rosa y relajado, un refugio donde Luis XIV iba a respirar sin etiqueta. El Pequeño Trianón y el Hameau de la Reine fueron el capricho de María Antonieta: un pueblo falso con vacas suizas perfumadas y gallinas de seda. Allí jugaba a ser campesina mientras París pasaba hambre.

Día 3 – París a nuestro ritmo
El Louvre por dentro es abrumador. La Victoria de Samotracia recibe al visitante en lo alto de la escalera Daru como una diosa que acaba de aterrizar. La Mona Lisa, detrás de un cristal antibalas, es más pequeña de lo que uno imagina, pero la sonrisa sigue siendo un misterio.

Los Inválidos brillan con su cúpula dorada (se renueva cada 30-40 años con 12 kg de pan de oro). El sarcófago de Napoleón está dentro de un pozo abierto en el suelo: seis ataúdes concéntricos, el último de caoba roja de Guyana.
Los Campos Elíseos al atardecer tienen una luz especial. El crucero por el Sena al caer la tarde es obligatorio: Notre-Dame se tiñe de naranja, los puentes se convierten en joyas y París se despide susurrando que siempre habrá una excusa para volver.
La Basílica del Sacré-Cœur
Blanca, inmaculada, parece flotar sobre París. Se terminó en 1914, pero la consagraron en 1919 porque la guerra lo impidió. La piedra con la que está construida (piedra de Château-Landon) segrega calcita cuando llueve, por eso se mantiene siempre tan blanca: literalmente se lava sola.
Desde la explanada, París entero se extiende a los pies como un mapa vivo. En 1999 no había drones, así que aquello era la mejor vista panorámica posible. A la izquierda, la Torre Eiffel; a la derecha, el brillo dorado de los Inválidos; en el centro, Notre-Dame apenas una manchita gris.

Tres días no alcanzan, pero sí para entender por qué París lleva siglos siendo sinónimo de belleza, de exceso y de historia viva.
Y todavía quedaban Brujas, Ámsterdam, el Rin… pero eso ya es otra historia.
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