2001 🇦🇹 Austria

2001 🇦🇹 Austria

Innsbruck, Krimml, Salzburgo, Lagos de postal y Viena imperial

Entrar en Austria es como abrir un libro de Heidi pero con más estilo.

La carretera serpentea entre montañas que parecen pintadas y la guía —la misma que nos dejó sin comer en Núremberg— prometió paradas fotográficas cada poco. Mintió. Todo el autobús la puso en su sitio y ella, roja como un tomate, dijo que «el horario no daba». Nunca olvidaré ese aplauso irónico colectivo.

Pero la naturaleza no entiende de horarios. Paramos en las Cataratas de Krimml, en el Parque Nacional Hohe Tauern. 380 metros de caída en tres saltos escalonados, las más altas de Europa. El camino sube en zigzag y los miradores están tan cerca que el agua te salpica la cara. Agua helada, viento que corta, arcoíris permanente. Fue uno de esos sitios donde todo el mundo se calla y solo se oye el agua rugiendo.

Cataratas de Krimml

Llegada a Innsbruck al caer la tarde. Ciudad pequeña, rodeada de montañas que parecen querer abrazarla. El río Inn de color turquesa, las casas pintadas y en el centro el famoso Tejadito de Oro: un mirador que el emperador Maximiliano I mandó cubrir con 2.657 tejas de cobre doradas al fuego en 1500 para ver su boda con Blanca María Sforza sin mezclarse con el pueblo. Hoy hay un museo olímpico dentro porque Innsbruck tuvo Juegos de Invierno dos veces. Subimos a la torre de la catedral y la ciudad se ve como un belén entre picos nevados.

Innsbruck

Al día siguiente rumbo a Salzburgo. El paisaje del Tirol es de postal cada kilómetro. Llegamos y entendimos por qué tres arzobispos del siglo XVII se empeñaron en convertirla en “la Roma del norte”: cúpulas, campanarios, fachadas barrocas de color pastel, fuentes que cantan, la fortaleza encima vigilándolo todo… Pasear por Getreidegasse, la calle de las enseñas de hierro forjado, buscando el número 9 donde nació Mozart (la casa está abierta y huele a madera antigua), es como retroceder al siglo XVIII.

Salzburgo

Subimos en funicular al mirador del Mönchsberg. Arriba hay un café histórico y una terraza desde la que Salzburgo se despliega como un escenario: la parte vieja apretujada entre el río Salzach y la montaña, los Alpes al fondo, la luz casi italiana bañándolo todo. Estuvimos allí media hora sin decir ni mu.

Salzburgo

Lagos de postal y Viena imperial con sabor a Sacher

De Salzburgo salimos hacia el Salzkammergut, la región de los lagos que parece inventada por un decorador de Navidad.

Salzkammergut

Primera parada: Traunkirchen, un pueblo colgado literalmente sobre el lago Traunsee —el más profundo de Austria— con una iglesia barroca que parece salir de la roca. Después St. Wolfgang, el lugar más bonito que vi en todo el viaje. Casitas con balcones llenos de geranios, calles empedradas, tiendas de bolas de nieve y adornos navideños abiertas todo el año, ancianos con lederhosen y sombreros con pluma, cisnes paseando por el lago como si cobraran por posar… Fue tan perfecto que casi me pongo a cantar “Edelweiss” en voz alta.

Traunkirchen

Llegada a Viena al mediodía. La ciudad te recibe con grandeza tranquila. El recorrido por la Ringstraße al atardecer es de los que se graban a fuego: el Hofburg, la Ópera, el Parlamento, el Ayuntamiento neogótico, los jardines del Belvedere… todo iluminado como si la ciudad supiera que es hermosa y quisiera presumir.

Belvedere

Al día siguiente día libre y lo exprimimos. Por la mañana Schönbrunn, la residencia de verano de los Habsburgo. 1.441 habitaciones (visitamos 40 y ya nos dolían los pies), jardines interminables, el laberinto, la Glorieta en lo alto de la colina desde donde María Teresa miraba sus dominios. Después visita guiada al interior de la Ópera Estatal: terciopelo rojo, dorados, lámparas de cristal, la historia de que aquí estrenaron Mozart, Strauss, Mahler…

Schönbrunn

Por la tarde la catedral de San Esteban, con su tejado de tejas esmaltadas que forman dibujos geométricos visibles desde el cielo (los pilotos aliados la usaban de referencia en la guerra y nunca la bombardearon). Y al final del día, el Prater. La Riesenrad, la noria gigante de 1897 que sobrevivió a dos guerras mundiales, sube despacito y te regala Viena entera a 65 metros de altura. Veinte minutos que saben a gloria.

San Esteban

Viena huele a café con nata, a tarta Sacher recién hecha y a historia que no pesa porque la llevan con elegancia.

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