2001 🇭🇺 Budapest

2001 🇭🇺 Budapest

Llegamos un viernes por la tarde después de cruzar la frontera desde Austria y, de repente, todo cambió. El paisaje se volvió más llano, el aire más cálido, y cuando el autobús bajó la última colina… apareció el Danubio ancho, brillante, con los puentes iluminados y el Parlamento reflejándose en el agua como un palacio de cuento al revés. Creo que todo el autobús soltó un «¡oh!» al unísono. Incluso la guía, que llevaba diez días desapareciendo, se quedó callada.

Budapest

Primera tarde: el flechazo desde lo alto

La visita oficial empezó subiendo a la colina de Buda. El autobús nos dejó abajo y cogimos los típicos autobuses amarillos que suben serpenteando hasta el Barrio del Castillo. Allí estaban la Iglesia de Matías (con su tejado de tejas esmaltadas de colores que parecen un mosaico húngaro gigante) y el Bastión de los Pescadores: siete torres blancas que parecen sacadas de un libro de leyendas, construidas en 1902 para que los pescadores tuvieran un sitio bonito donde vender… pero que nunca se usó para eso. Desde sus terrazas Budapest se despliega como una maqueta viva: el Parlamento con sus 365 torres (una por día del año), el Puente de las Cadenas iluminado, la Isla Margarita verde en medio, el río serpenteando y, al fondo, las luces de Pest empezando a encenderse. El sol se estaba poniendo y el cielo se volvió violeta y naranja. Fue uno de esos momentos en que nadie habla, solo miras y sientes que estás exactamente donde tenías que estar.

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Bajamos andando hasta el hotel cruzando el Puente de las Cadenas —el primero fijo que unió Buda y Pest en 1849, con sus leones de piedra que, según la leyenda, no tienen lengua (si te fijas… es verdad)—. El viento del Danubio olía a verano y a libertad.

Sábado: día libre y Budapest nos devoró

Nos levantamos temprano porque sabíamos que nos quedaba poco tiempo. El plan: exprimir la ciudad hasta la última gota.

Primera parada: Isla Margarita. Cogimos el tranvía 2 (que ya entonces decían que era el más bonito del mundo porque bordea el Danubio con vistas al Parlamento) y bajamos en el puente Margarita. La isla es un parque de 2,5 km de largo en medio del río: fuentes musicales, piscinas termales al aire libre (el agua sale a 76 °C de la tierra y la enfrían para que puedas bañarte), ruinas de un convento medieval, un pequeño zoo, rosaledas, japoneses haciendo footing y abuelos jugando al ajedrez en mesas de piedra. Alquilamos unas bicis antiguas y la recorrimos entera, parando a comprar lángos (una especie de pizza frita con crema agria y queso) en un chiringuito junto al agua. Había cisnes, patos y un silencio que en una capital parece imposible.

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Después cruzamos a Pest y fuimos directos al Parlamento. En 2001 aún se podía entrar con visita guiada sin reserva (hoy es impensable). Subir la escalera de honor —alfombra roja que solo pisan los diputados en días especiales— y llegar al Salón de la Cúpula donde guardan las joyas de la corona húngara: la corona de San Esteban con su cruz torcida (dicen que se dobló cuando la metieron a presión en un cofre hace mil años), el cetro, el orbe y la espada. Todo dorado, todo excesivo, todo impresionante. El guía nos contó que la corona tiene más de mil años y que ha coronado a 55 reyes. Me quedé mirando la cruz torcida y pensé en cuánta historia cabe en un pequeño desperfecto.

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De allí a la Basílica de San Esteban, la iglesia más grande de Budapest. Dentro guardan la mano derecha momificada del rey San Esteban (el primer rey de Hungría, año 1000). Sí, la mano. Está en una cajita de cristal y cada año, el 20 de agosto, la sacan en procesión. En 2001 la vi y sigue siendo de las cosas más raras y fascinantes que he visto nunca.

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Comimos en el Mercado Central (Nagyvásárcsarnok), ese edificio neogótico de tres plantas lleno de olores: paprika en todas sus versiones, salchichones colgados, puestos de lángos, señoras gritando en húngaro… Subimos a la planta de arriba a comprar regalos: bolsas de paprika dulce y picante, palinka de albaricoque en botellas pintadas, corazones de jengibre decorados con espejos y mensajes de amor (la tradición dice que se regalan a la persona amada en las ferias), y un par de secretos de porcelana Herend que todavía tengo en casa.

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Tarde de colinas y atardeceres

Cogimos el autobús 16 hasta la Ciudadela en la colina Gellért. La fortaleza la construyeron los austriacos en 1851 después de la revolución húngara para vigilar a la población (los muy listos). Hoy es el mirador definitivo: Budapest entera a tus pies, los ocho puentes, el Danubio dibujando una S perfecta, la Isla Margarita como una esmeralda en medio, el castillo y la iglesia de Matías arriba a la izquierda, el Parlamento a la derecha… Había un músico tocando violín y el sol se ponía justo detrás del Parlamento. No exagero si digo que lloré un poquito. De emoción, de cansancio, de saber que al día siguiente nos íbamos.

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Bajamos andando hasta los baños Gellért —no entramos porque el tiempo no daba, pero vimos la fachada modernista y las piscinas de mármol desde fuera—. Y terminamos la noche en un ruin bar que alguien del grupo había descubierto: el Szimpla Kert, que en 2001 era todavía un local medio secreto en un edificio medio derruido del barrio judío. Sillas que no pegaban, bañeras cortadas como sofás, bicicletas colgadas del techo, luces de Navidad y cerveza Dreher fría. Bailamos música que no entendíamos y brindamos por aquel viaje loco que estaba a punto de terminar.

Última mañana: despedida con sabor a paprika

Antes de ir al aeropuerto todavía nos dio tiempo a un café en la Plaza Vörösmarty y a comprar un último kürtőskalács (ese pastel enrollado en forma de chimenea, cubierto de azúcar y canela que huele a gloria). Miramos el Danubio una vez más desde el tranvía 2 y prometimos volver.

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Budapest fue la sorpresa mayúscula del viaje.
Todo el mundo hablaba de Praga y Viena, pero esta ciudad —con su mezcla de orgullo magiar, heridas de guerra todavía visibles, baños termales, paprika, música zíngara y puentes iluminados— se coló en el número uno sin avisar.

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